agosto 23, 2011

Aracnicidio


Parece una película de terror a plena luz de día. No hay sierras eléctricas ni casas embrujadas. Tampoco personajes deformes o brujas malévolas. Sólo patas, ojos y colmillos, elementos suficientes para alterar a más de una persona.


Ariadna se encuentra recostada en su cama, escucha música mientras hojea uno de sus libros favoritos. Un movimiento sobre la colcha atrae su atención. Levanta la mirada y queda inmóvil.
El “bicho” se detiene repentinamente. Extiende sus ocho patas, como si aguardara el ataque del enemigo. Los ojos de la araña parecen tener brillo propio y sus colmillos empiezan a moverse rápidamente, como si se prepararan para morder a su presa.
Baja despacio el libro e intenta levantarse aunque tiene miedo. Sus ojos se llenan de lágrimas pero las contiene. En ese momento el insecto reanuda su camino hacia ningún lugar, ella suelta un grito y se incorpora sin pensarlo demasiado.
La araña se vuelve a detener mientras Diana piensa en un plan para eliminar al insecto. Aplastarlo sería lo más fácil, pero ella odia el crujido producido al hacerlo. Dejarla ir sería peligroso pues quizá regresaría o la podría encontrar entre sus zapatos o un lugar similar.
Desafortunadamente —para ella— la casa se encuentra vacía. Sólo es la araña y ella. Ni mamá ni papá pueden ayudarla, por ello debe tomar una decisión.


Cerró los ojos. Inhaló y exhaló. Sintió como sus latidos se regulaban y su respiración se tranquilizaba. El escalofrío en su cuerpo al ver ese insecto y la ansiedad de no saber cómo deshacerse de él desaparecía poco a poco, aunque su piel permanecía alerta, incluso a la más leve corriente de aire.
La araña había muerto. Ella no había tenido piedad al rociarla con un poco de insecticida. Cayó y quedó inmóvil, para siempre.

No hay comentarios:

Publicar un comentario