El Mago ha muerto. Aquél hombre «flacucho y de ojos grandes» se ha vuelto
sólo parte de un recuerdo confuso entre el sueño y la realidad.
Probablemente haberlo amado, haberlo vivido, haberlo sentido fue parte de
una de las experiencias más conmovedoras que cualquiera pudiera imaginar. La
paz de su compañía, la calma de su voz, el calor de su mirada. No es difícil
augurar que tras aquél encuentro radiante, la esperanza de lo imposible apareciera.
Ante el amor, la valentía se hace presente y se dispone a luchar contra cualquier
infortunio. La magia se enciende y la vida no es más que un vaivén entre el
gozo y el placer.
Pero a la realidad le da por detener aquél ritmo perfecto y de pronto un
día, tras varias lunas llenas de nostalgia, te lleva a caer en la cuenta de que
pese a todo pronóstico el Mago se ha sumado a la lista de muertos, a la lista
de aquellas personas que fueron pero ya no son y seguramente no serán.
Que el cuerpo y alma que fueron amados, besados, idolatrados sólo son parte
de un algo ahora inexistente, de un algo que poco a poco se desvaneció entre el
tiempo, la distancia, el rencor y la tristeza. Porque ya no es, porque ya no
eres. Esa magia que se encendía entre aquellos dos cuerpos agotó todo incluso
el amor, incluso la esperanza.